lunes, 13 de septiembre de 2010

Cuentacuentos

Esto e sun pedazo de un cuento que estoy escribiendo. Espero que os guste y que os deje con las ganas, ire colgando el resto.
Por los brasiles.... sigue lloviendo tipo monzon, en una semana he visto caer mas agua que en un año en mi pueblo.


La niña miraba al hombre orquesta en medio de la plaza adoquinada. Observaba de pié sobre un banco de piedra, a la sombra de un gran olmo. Un tumulto de niños lo rodeaban y él entremezclaba sus canciones con cuentos o chanzas.


- Terebin tereban era hijo de Turubin Tereban. Y este de Tarabin Tereban. Y este de Torobon Tereban y este…

- ¡Tiribin Tereban ¡ - Contesto la marabunta infantil entre gritos y alborotos.

- Muy bien chicos. –Y comenzó a tocar una nueva canción.

Era increíble el número de instrumentos que tocaba al mismo tiempo. Llevaba un bombo a la espalda y unos platillos sobre la cabeza. Pero lo más increíble eran la cantidad de tubos que rodeaban su cuerpo, cada uno terminaba en un instrumento de viento diferente. Clarines, trompetas, flautas y cornetas. Mediante un complejo sistema de manecillas, pulsadores y palancas, conseguía que, soplando en una u otra boquilla, tocando en este o aquel botón, sonase una nota diferente en cada uno. O que unos permanecieran en silencio y otros sonasen, o que todos dieran la misma nota. Además, se atrevía con diversos instrumentos de cuerda, un laúd, un uquelele y un banjo. Sin olvidar que también obtenía sonidos armónicos taconeando sobre planchas de diversos materiales.

No era un hombre orquesta, era una orquesta hombre.

Era alto, sobrepasaba el metro noventa. Muy delgado y desgarbado. Con extremidades alargadas rematadas en pies enormes y dedos infinitos. Su cara era igualmente alargada, llena de líneas rectas. Y salpicada de una barba blanca irrisoria para un hombre de su edad. Pero pese a la inconexión de sus rasgos, no era feo. Más bien, su imagen producía la ternura de un pariente lejano al que hace mucho que no se ve.

Solía acudir gradualmente por el pueblo. Los Domingos, más o menos una vez al mes. Aunque algunas veces pasaban varios meses sin aparecer. Llegaba, tocaba en la plaza durante la mañana. Y después de recoger las ganancias, iba a degustar un exquisito estofado de carnero con col y vino en el mesón de Jacinto el pescador. En la calle de la iglesia esquina con La olivilla. Después se marchaba caminando acompañado de un burrito que transportaba sus bártulos.





La niña lo esperaba desde la última vez. Había conseguido vencer su miedo y hoy, hablaría con él. Esperó a que todos los niños abandonasen la plaza y mientras el hombre orquesta recogía sus instrumentos, se acercó enfundada en su traje de los Domingos.

- Señor hombre orquesta.

- Me llamo Terebin. –Respondió mientras se daba la vuelta para ver a su interlocutora. La vio allí, de pie clavada sobre los adoquines mal colocados. Era una niña guapa y con buena salud. Pese a la humildad del pueblo y la mala cosecha, no le faltaba de comer. Su cuerpo denotaba que le faltaba poco para salir de la infancia pero mucho para alcanzar la madurez. Su larga y lisa melena parecía más bien la de un tigre. Algunos cabellos eran rubios casi blancos, otros castaños y tostados y algunos, negros.

- Señor Terebin.

- Dime niñita.

- Me llamo Icris. Y quiero que me enseñe la Magia.

Una carcajada salió del hombre. Su cuerpo alargado resultaba estrambótico retorciéndose de la risa. Le costó unos segundos recuperar la compostura. Pero la niña apenas parpadeó. Todavía con una sonrisa igual de larga que su cuerpo le dijo:

- Y ¿Que te hace pensar que yo conozco la Magia?

- Porque es usted muy extraño. Llega y se va. Siempre cuenta historias increíbles. Todos en el pueblo piensa que es raro. En el bar se ríen de usted. Las mamás le tienen miedo. Y usted lo sabe. –calló durante un instante- Y le da igual, usted es tonto o mago. –Volvió a callar- Y además, no me creo que toque todos esos instrumentos si no es con magia. Usted conoce la magia. – Añadió apresuradamente y roja de vergüenza, como si aquellas palabras pudiesen herir al músico.

- Jajaja y ¿Para qué quieres que te enseñe la Magia?

- Porque la realidad es aburrida y fácil de adivinar. Yo ya sé que dirá mi papá cuando entra por la puerta. Si sonríe: “Buenos días cariño ¿Qué hay de comer?” si está serio “No me levanto más que para tener disgustos”. Y con eso ya sé si los tomates crecen, si llueve o no, si en el mercado se paga bien o no… Y cuando el maestro abre la boca, adivino de que va a hablar, de cosas que pasaron hace muchos años, de números que no entiende o de la última gamberrada de Vicente. Todo depende de si habla rápido, se traba o grita.

- Jajaja entonces eres muy lista. No necesitas que nadie te enseñe la Magia seguro que tu sola la descubres.

- Ya la he buscado, me fijo mucho en el bosque para ver pasar a los duendes, pero nada. Y también escucho a los jilgueros y a los verdecillos para ver si alguno habla. Y… -No se atrevía a continuar la frase pero las palabras ya se agolpaban en su boca- la última vez que vino usted al pueblo, cuando se marchó, le seguí hasta el molino de la Inés.

- Ya lo sé, y si no viste nada es porque igual no conozco la Magia.

- Si la conoce pero bueno… -Dijo dándose la vuelta vencida y triste.- Si no me quiere enseñar, no pasa nada.

El trotamusico la observó irse apesadumbrada y su tristeza le golpeó en el corazón. Chasqueo la lengua contra el paladar y frunció el ceño antes de hablar.

- Icris, ¿Me prometes que no contarás nada a nadie?

La niña se dio la vuelta rebosante de alegría, sonriendo y dando saltitos.





El hombre alzó en el aire a la niñita y le montó sobre el borriquillo.

- Tú irás sobre Sebastián. Acarícialo de vez en cuando y te tratará bien. Detrás de las orejas.

- ¿Dónde vamos?

- Tendremos que comprar algunas cosas. No creas que se puede ver la Magia así como así. Iremos a ver la buhonero.

- No tengo dinero señor Terebin.

- No te preocupes por eso, tu solo recuerda que no has de contar nada a nadie.

Salieron del pueblo por la cuesta del cementerio. Una ligera pendiente que ascendía a un cerro. En lo alto, un cubo de paredes encaladas guardaba los muertos de la villa. Desconchones en la pintura demostraban el paso del tiempo por el edificio. La luz del medio día devolvía algo de armonía al edificio.

Lo rodearon por la derecha y tomaron un pequeño sendero que se encaminaba hacia el pinar.



- Nunca he venido por aquí.

- Ya lo sé, nadie del pueblo viene por aquí. Solo venimos los tipos raros como yo.

El camino se adentraba en el bosquecillo de pinos bajos. La sombra que proyectaban sobre el suelo estaba salpicada por manchas luminosas. Las provocaban los escasos rayos de sol que conseguían atravesar el techo de acículas.

Se oían de fondo los cantos de diversos pájaros. Sonidos huecos de tórtolas, trinos acelerados de verdecillos y el ruido estridente del arrendajo. Dando aviso a sus compañeros de la llegada de forasteros. Por separado no significaban nada, pero juntos, componían una armoniosa canción.

En este y aquel árbol se veía corretear a las ardillas. Subían y bajaban por los troncos. Se asomaban curiosas para averiguar quiénes eran los recién llegados.

Siguieron la senda, que serpenteaba torciendo a izquierda y derecha. Bajaba una ligera cuesta hasta un arroyo cubierto de plantas acuáticas. Nadaban en aquellas aguas decenas de barbos que festejaban la gran fiesta del desove. Era un agua cristalina, limpia y pura. Como si por aquel cauce corriese el elixir de la vida.

Después remontaba para volver a perderse entre los árboles. Y al fin, allí al fondo, comenzó a entreverse un claro. Y en medio del claro una casita de ladrillo rojo, semiderruida. Inclinada hacia un lado como si los constructores la hubieran levantado ebrios. La hiedra, el musgo y diversos líquenes abarrotaban las paredes. Parecía que el bosque la hubiese aceptado como parte de sí mismo.

Las ventanas se veían desvencijadas, amarradas a los goznes con alambres. En algunas, los huecos dejados por los cristales rotos estaban sustituidos por tablas.

En la puerta de doble hoja, había una gran piedra rectangular que hacía las veces de banco. Y sobre ella, un hombre. Era bajo y regordete, la viva imagen de un botijo. Su cara era redonda y estaba curtida por la edad, los años habían dejado su firma en forma de arrugas. Su piel tenía un color tostado y casi metálico, como el bronce. Tenía un poblado mostacho gris que le daba cierto aire respetable. Le confería el aspecto de un abuelo bonachón y entrañable.

Su indumentaria estaba sucia y vieja. Una chaqueta de fieltro negra, con los hombros nevados por la caspa. Pantalones de pana y un jersey gris de lana. Se tocaba la cabeza con una boina negra, raída y encajada a fondo.

El señor se levantó y forzando los ojos como hacen los miopes, miro a los visitantes.



- ¡Fabio! – Grito el hombre orquesta.

- ¿Terebin? ¡Benditos los ojos! – La comitiva se acercaba a la casa mientras el tal Fabio los esperaba sonriendo y con los brazos abiertos.

Ambos hombres se abrazaron efusivamente. Un reencuentro de dos viejos amigos.





Dentro de la casa olía a humo, la desvencijada chimenea no conseguía expulsar todo el que producía el hogar. Había sobre el fuego una tetera y junto a las brasas, se cocinaban lentamente brochetas de verduras y tocino.

Apenas entraba luz en la estancia de techo bajo. La poca que alcanzaba el interior, mezclada con la que provenía de las llamas, confería a la habitación un ambiente cálido y acogedor.

Las paredes se encontraban llenas de utensilios. Sartenes, cuchillos, cacerolas. Una escopeta, una vieja hoz y decenas de herramientas más, colgaban de clavos oxidados.



El viejecillo cortaba una hogaza de pan sobre la mesa. Y los dos invitados estaban sentados alrededor sobre sillas que no hacían juego.

- Y dime Sr. De Tereban. ¿Qué le trae por aquí? Y ¿Quién es esa mozita que te acompaña?

- Tengo que comprarte algunas cosas, esta niña quiere ver la Magia.

- Vaya… ¿Y lo saben los -------¿ No creo que les agrade que vayas rompiendo el Velo tan a la ligera.

- No, no lo saben y espero que siga así. ¿Podemos hablar de negocios?

- Tranquilo, no diré nada pero ándate con ojo. Bajemos al almacén y allí me dices lo que necesitas.

Se levantó despacio, resentido por los achaques de la edad. Se acercó hasta el fuego y tomó una de las brochetas. Mientras la masticaba caminó por la habitación. Se paró justo en el centro y tiró de una argolla medio escondida en el suelo. Allí aparecieron unas escaleras.



Los tres bajaron a tientas por el estrecho y largo pasillo. Pero al llegar al último escalón Fabio gritó.



- ¡A trabajar! Aquí no se ve ni la punta de la nariz.



Millones de luciérnagas comenzaron a revolotear encendiendo sus luminosos abdómenes. Poco a poco la oscuridad desapareció. Y ante ellos apareció una gran estancia llena de estanterías repletas de objetos, cajas y botellas.

En el techo abovedado se veían las raíces los árboles del bosque. Hacían las funciones de vigas de carga. El zumbido de las luciérnagas resonaba en las paredes produciendo un sonido casi mecánico.

Icris miraba boquiabierta a uno y otro lado, sorprendida por los insectos, por la amplitud del almacén y por los cientos de cachivaches que allí se guardaban.



- Entonces, ¿Qué quieres comprar?

- Necesito alas de hada, ojos de lechuza, polvos Lengua de roca y dos viales del silencio. También me llevare una caja de galletas de mil sabores, empanada de flores y una botella de hidromiel.

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